martes, 7 de abril de 2009

A todos les pasa

Es un milagro, salí antes de trabajar.
Está lindísimo el día. Un perfecto día de remera y saquito liviano.
Compro empanadas y me voy a merendarlas a una plaza.

Me siento en un banco. Mi recreo tiene olor a mierda. Hay más piso que pasto. Suena una sinfonía de bocinas y de motores. Y aún así prefiero este quilombo, antes que la entrada de un edificio, que una mesa en un bar. Mi pobreza y mi pobre yo-simio, arquitectónicamente aplacado, lo prefieren.

Termino las empanadas y me voy a tomar el tren. Subo las escaleras y el sol me cubre la cara. La estación está por encima de la calle. Está todo quieto y callado. Respiro profundo, envidio al boletero.

Irrumpen los gritos de una pendeja malcriada que llora sin lágrimas. Una mujer hastiada la arrastra mientras guarda algo en la cartera, su audición quizás. Si fuera ella le metería una piña.
La nena llora, grita, llora, patalea. Está embelasada con su propio despliegue. Sin cerrar la boca, busca quién la mire y llora más fuerte al detectarme, estimulada por un nuevo público.

Llega para aliviarme el estruendoso tren. Camino rápido hasta el final del anden para alejarme del caos de chillidos insoportables. Me subo aturdido y busco lugar para sentarme. Una chica me mira unos segundos y enseguida sigue su lectura. Encuentro asiento al lado de una vieja reptilángula y miro por la ventana para no pensar más.

Pero mi cabeza gira sola hacia donde está la chica. La muy trola me mira de nuevo. Vuelve a su libro y, por supuesto, no lee más. Despacio y puta, se chupa la boca. Tapa bien sus nervios, seguro está nerviosa. Se queda quieta, mueve los ojos. Está loca, pero no se nota. Igual se ataja, cruza sus piernas, toca sus rodillas y me mira. Lo mejor que puede pasar es que me deje mirarla impunemente. Prevengo una frustración mayor, retomo la ventana.

Cuando llego a casa prendo la tele. Me sirvo Coca. Me tomo un Migral. Me corto las uñas y juego con ellas.