Es nuestro tercer otoño acá.
Cuántas veces, en situaciones excepcionales como un viaje, o la caminata a casa después de una noche que merecía durar un poco más, me topé con el día y el cielo anunciándolo en un espectáculo exhuberante de colores que se desprendían del sol, enorme, pregnante, hipnótico. Me encanta el amanecer, me infla con la breve certeza de que existe algo sagrado. "Quiero ver más seguido salir el sol. El tiempo del cielo me pone en mi lugar" anoté en un cuaderno en otra vida.
¿Será por el puro placer estético, que se extiende en forma de luz pálida, que pega de costado sobre todas las cosas y proyecta sombras estiradas? ¿Será la temperatura que baja, y baja con ella al rocío y juntos subrayan los olores frescos, nuevos, sin rastros del desastre del día anterior?
¿Es por tener el cerebro blando, con espacio para recibir, sin que haya aún empezado la calesita de las preocupaciones y fórmulas para resolver la vida? ¿Será la percepción de un tiempo más suave? El tiempo del chimango que le grita a otro chimango; el tiempo de un gato que se despereza; el tiempo de las hormigas que empiezan a ir y venir por el mismo camino lugar por el que van a ir y venir todo el día; el tiempo de las castañas que por semanas esperan sobre el pasto y hoy están un 0,0001 % menos verdes que ayer.
¿O es por el regodeo de haber cumplido con un deber instaladísimo en un montón de dichos populares? El placer instrumentista de haber sido tan productiva antes de las 9 am. La pedorra superioridad moral de los que de pronto madrugan, o hacen deporte, o sostienen una dieta basada en valores empáticos y sustentables. No importa cuánto me vaya despojando de la necesidad de ser aprobada, siempre aparecen nuevos rastros de la niña traga, que siempre ES en comparación a los demás. La cuenta siempre da que la escuela, en definitiva, hizo más daño que otra cosa.
Esta mañana ya me vestí, me peiné, preparé y el desayuno a mi hijo, se lo di (a los tres años y medio algunos niños todavía requieren que la comida les sea dada) lo vestí, le lavé la cara, jugamos un poquito, no olvidé la vianda ni las sábanas limpias, lo abrigué después de chequear el pronóstico, lo subí al auto y lo llevé a la escuela. Escuché sin mucha atención un par de noticias sobre la inflación en la radio de progresismo moderado. Volví a casa y en el camino vi un caballo resplandecer a contraluz, pegado al cerco deseoso de que alguien le alcance más pasto, u otro pasto. ¡Ah siempre tentador y más verde el pasto del otro lado del alambrado! Pasé por una cafetería, estaba cerrada.
Ya en casa, sin haberme despabilado del todo, le dije a Die de ir a desayunar. Me pidió ´10 para bañarse, que los usé para darle una vuelta a Rafi. Mientras, con el cerebro todavía blando, pensé en el frío que hacía y en qué tan tibio estaba el sol. Deseé mantener un poco el estado de somnolencia que arrastraba así que durante la caminata con rafi, no puse un podcast en el teléfono, como acostumbro. En vez de eso, me pregunté si esos a los que llamo fresnos son fresnos o liquidambares o algún otro árbol que se ponga rojo en otoño cuyo nombre desconozco. Toqué las hojas de un árbol porque se parecían a las de una planta que tengo en casa, la mimosa, que se cierran cuando las tocás. Quise comprobar si se cerraban al tocarlas, pero no, o al menos no de inmediato. Tomé nota mental de la marca del generador eléctrico de la casa de un vecino, porque a veces pienso que necesitamos un generador a gas para no morir de calor ni de intoxicación por falta de heladera los días de verano que se corta la luz. Junté la caca de Rafi y la cargué en una bolsa hasta llegar casa. Me acordé del chiste de Seinfield: Si los extraterrestres vieran esto a través de sus telescopios, pensarían que los perros son los líderes. Si ves dos formas de vida, una de ellas haciendo caca, y la otra guardándola, ¿quién asumirías que está a cargo?"
Mientras esperaba a Die parada al lado del ventanal, calentándome con un rayito de sol, me dije, qué bien. Y después pensé, ¿qué tipo de placer es el de madrugar?.