viernes, 29 de mayo de 2009

ultimátum

Los odio a todos y quiero que se mueran. Pronto.
Los mataría yo misma.
Esta vez, no dudaría en llenarme de dinamita y quedarme callada como si nada.
Todos hablarían de las mismas cosas que hablan siempre, repitirían las formas, una y otra vez. ¡Se sentirían tan confiados con el resto de sus vidas! Yo por mi parte estaría distraida, pensaría en cualquier otra cosa, me rascaría cabeza. Y si alguien dijera algo gracioso, seguro no me reiría, porque los versos de mi disco rayado prevalecen sobre el mundo exterior.
Entonces, alguien me va a mirar. Acaso me diga algo que merezca una respuesta. Va a haber un silencio incómodo y yo voy a bajar la cabeza, tratando de encontrar un papelito al cual estrangular, o cualquier otro detalle cuya estupida mención me libere de la presión de ser un sujeto activo.
Lamentablemente esto no va a pasar. Todos van a mirarme ahora, van a estrujarme tácitamente para lograr escurrir algo de mí, alguna frase entera, un mínimo de funcionalidad social. Acorralada entre mi cabeza y sus secuaces, a punto de llorar, voy a sentir el recurrente impulso de cambiar de canal, de tragar algo, de pegarme un tiro, de salir corriendo, si no estuviera tan cansada todo el tiempo.
Hasta que finalmente voy a acordarme de que abajo del sweter espera la solución Nobel.
La dinamita, ella sola, procurará introducirse con diplomacia a través de mi atragantada voz: "Serías tan amable de facilitarme un encendedor?".
Frente a la convencionalidad de mi gesto, la conversación ajena reanudará su vano curso, mientras yo me prendo fuego. Luego exploto. Todos, incluyéndome, se mueren y alcanzo la justicia poética, que está bien, pero tampoco es gran cosa.